Hay vida más allá de WhatsApp
No es igual decir “te quiero” en persona −o incluso
por teléfono− que enviar corazoncitos o caritas felices por WhatsApp.
Luego de cuarenta días de esfuerzo tuve que darme
por vencido y volver a instalar WhatsApp en mi celular. Saturado al recibir
demasiados mensajes innecesarios e inoportunos y por leer toda la basura que
manda gente más desocupada que uno, a mediados de agosto decidí borrar la
bendita aplicación, convertida en un motivo de molestia permanente.
El hecho de que cualquier persona que tenga el
número celular de uno se sienta con derecho a escribirle a cualquier hora para
decirle cualquier cosa, o para incluirlo en un grupo que a usted no le
interesa, me resultaba muy molesto. Si a eso se suma la ansiedad que causamos o
que sentimos cuando no hay respuesta inmediata a ese mensaje que ya tiene doble
chulo azul, la situación se vuelve aún más crítica.
Para acabar de completar, la adicción a WhatsApp no
solo lo convierte a uno en una persona menos productiva, sino que puede
transformarlo en un perfecto antisocial que no se relaciona cara a cara con
nadie y en un maleducado que nunca levanta la mirada por estar tecleando
frenéticamente con sus pulgares.
Sin embargo, aunque tuve que dar marcha atrás –sobre
todo por razones de trabajo– este breve autoexilio digital me dejó varias
enseñanzas. En primer lugar, las semanas que estuve alejado de WhatsApp me
sirvieron para recuperar buena parte de mi tranquilidad cotidiana. Los valiosos
minutos que antes dedicaba a revisar periódicamente el teléfono para ver si me
habían entrado mensajes los pude destinar a otras actividades más gratas o más
fructíferas.
También me di cuenta de que en un alto porcentaje
los chats, lejos de ser imprescindibles, terminan convertidos en una perdedera
de tiempo. Asuntos que para su trámite requieren treinta minutos por WhatsApp
se pueden resolver en treinta segundos con una simple llamada.
Además, las cuestiones de veras importantes no
llegan por un chat y muchas de las que llegan por esa vía pierden su intensidad
o su verdadero significado. La vida real no está en las redes sociales, sino en
las miradas, en el contacto, en el aliento, en la voz, en las sonrisas, en los
gestos, en los suspiros, en los abrazos o en las lágrimas; no en unas figuritas
amarillas que hoy por hoy se les mandan por igual al compañero de trabajo, a la
familia, a la novia o al señor que cuida el perro.
No es lo mismo decir “te quiero” en persona –o
incluso por teléfono– que enviar corazoncitos o caritas felices por WhatsApp.
No nos digamos mentiras: ninguna colección de ‘emojis’ va a reemplazar jamás el
impacto de unos ojos aguados ni la emoción de una voz entrecortada por la
alegría o el dolor.
No puedo negar que WhatsApp es una plataforma muy
útil, sobre todo para comunicarse desde y hacia otro país, pero sería
interesante saber qué porcentaje de los 54.000 millones de mensajes que se
envían a diario valen la pena o cuántos de sus más de 800 millones de usuarios
están dejando pasar la vida sin darse cuenta, por estar pegados a la pantalla
del celular.
VLADDO
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